Lácydes Moreno
Escuchar a
Lácydes Moreno Blanco, cocinero cartagenero, exdiplomático en Cuba, Haití y
Japón, conocedor de culturas, periodista, lector, inquieto autor de libros
sobre la cocina de la patria, es navegar por un océano infinito de ideas,
historias de hace casi cien años, viajes, imágenes.
“Navegar” e “infinito”, dos
palabras que usa con reiteración. El vaivén del oleaje de su memoria es el de
una voz de costeño añoso, rítmica, juguetona con las palabras. Una voz que se
sitúa entre la calidez del fogón (“palabra que me gusta mucho”) y el sepia del
álbum de unas fotos de lugares que hace tiempo dejaron de existir.
Noventa y cuatro años tiene.
Nació en Burdeos (Francia), pero nunca fue otra cosa que colombiano. Es
inevitable pensar en Marcel Proust cuando se le oye saborear la narración de su
propia historia.
“¡Zulmaaa! Abre un poquito
la puerta pa’ que ventile y dales un cafecito a los señores. ¿No está todavía?
Bueno –luego se vuelve hacia nosotros y dice–: Te felicito que estés interesado
por eso. “Yo he tenido varias experiencias”. El reloj de la sala da las doce.
“Hubo un famoso general,
Lácides Segovia, senador, jefe conservador en Bolívar, medio emparentado con mi
padre, Benjamín J. Moreno, que era periodista. Mi abuelo por parte de madre, el
doctor Antonio Regino Blanco, un médico eminente, brillante intelectualmente,
senador de la República, se vino a Bogotá en el año 18 y en una semana murió la
familia, por la epidemia que hubo ese año. La única que quedó viva fue Soledad
Blanco, la que sería mi madre.
“Entonces, el general
Segovia le dijo a mi padre: ‘Usted se va a Bogotá y se casa inmediatamente,
porque Soledad se quedó sola’. Vino, se casaron, casi muriéndose ella ahí, en
la pensión donde vivían, y a la semana le dijo: ‘Yo voy a llevar a Soledad para
Girardot’. ‘No’, le dijeron los médicos, se le muere en el camino. ‘De todas
maneras se va a morir’.
Pues ella le sobrevivió a
él.
“Entonces mi padre quiso, en
memoria del general, que su primer hijo varón, que fui yo, se llamara Lácydes.
Pasando el tiempo, descubrí que Lácydes, con ‘y’ griega, había sido un famoso
griego. Era hijo de un filósofo y murió de tomar vino (carcajada)”.
Tiene usted un antecedente
célebre ahí…
Me pareció simpática la
cosa.
Le digo que quiero
entrevistarlo porque las nuevas generaciones no saben lo que ha hecho. Y hoy el
tema gastronómico está en todas partes, pero cuando él y otras personas
comenzaron a hablar de cocina, gastronomía, comida, era un tema casi de élite,
muy desconocido.
“Yo fui resultado de mi
ciudad. Soy de Cartagena, mis padres eran cartageneros. Entonces se cumplía a
horas fijas el rito, porque la cocina es rito también, de sentarse uno a la
mesa a las siete, siete y pico de la mañana, el desayuno. ‘Buenos días, padre’.
Al mediodía, religiosamente, doce y media, una, el almuerzo, con sopa, con
pescado, con lo que fuera. Entonces, el concepto del gusto nace en el hogar”.
Memoria privilegiada. Da
pinceladas con lo importante, con lo que se necesita para pintar una situación,
como el que condimenta una vianda con los ingredientes más sabios.
Su voz desgaja gustosamente
recuerdos.
“Y tú navegas con esos
gustos, con esas vivencias de las papilas. Había una cosa curiosa en el hogar
cartagenero, que eran las cocineras negras. Había en casa una señora llamada
Cesaria, que tenía tres o cuatro hijos: mis compañeritos de juego.
“Yo veía ese mundo en la
cocina desde mi hogar. Para mí, en ese momento, la cocina tuvo una
trascendencia, pero le combatían a uno la afición a la cocina. Le decían que
todo el que se metía en ella era un ‘josefino’, un maricón. Y como a mí me han
impresionado siempre las mujeres, pues nada de eso. Pasado el tiempo nos
vinimos para Bogotá, en el año 42, porque mi padre era colaborador de El Siglo.
“Entonces comencé a
descubrir otra dimensión de la cocina, que era el mundo de los restaurantes, en
Bogotá, e inicié mis estudios de Filosofía y Letras, que era lo que a mí me
gustaba. En eso me nombraron para la Corte Suprema de Justicia como asistente
del doctor Fulgencio Lequerica Vélez, que fue para mí como un padre espiritual.
Estuve con él como dos años y a él lo designaron ministro de la Embajada en
Cuba, y él pidió al gobierno que quería llevarme. Ahí comencé mi carrera.
Proseguí mis estudios en la Universidad de La Habana, como asistente, porque
nosotros trabajábamos por la mañana, en la tarde tomaba mis cursos de literatura
italiana, filosofía… Y estuve en el servicio exterior –detesto la palabra
diplomático– casi 38 años.
“En La Habana descubrí que,
como buenos españoles, a los hombres les gustaba cocinar y hacían las paellas.
Entonces ya comenzó en ese momento mi afición, aplicándome a la cocina con más
énfasis, con más entusiasmo, y al mismo tiempo la lectura de libros de cocina.
Y fui descubriendo entonces una cosa para mí extraordinaria, que la cocina no
es comer solamente.
“Hay dos formas de comer,
sin las que el hombre no existiría. Las dos formas de comer son la mesa y la
cama. Para mí descubrir esto fue el nacimiento de una saga espiritual que
todavía no he podido concluir, porque me he pasado más de 50 años y no sé de
cocina. ¿Por qué? Porque es una cosa infinita”.
¿Qué fue lo primero que
intentó preparar y cómo le quedó?
Lo primero que yo hice fue
lo siguiente: las cocinas –en tiempos de la negra Cesaria– eran de carbón. La
estufa tenía su hornilla y debajo había un hueco donde caían cenizas. Esta
negra pelaba su plátano verde y lo metía allí para que se cocinara dentro de
ese fuego. Al mediodía hacía un tazón de café con leche, un tajo de queso y ese
era su almuerzo: café, queso y su plátano verde. Se suscitó una discusión en la
mesa familiar porque ese día los plátanos habían quedado mal.
Entonces yo, en una de esas
locuras, le dije: “Papá, yo te voy a hacer un plátano”. Y se echaron a reír. Al
día siguiente qué hice: copiar a Cesaria. Pelé un plátano y lo metí. Cuando le
llevaron el plátano, no creía que yo lo había cocinado. Fue la primera cosa que
hice.
¿Por qué considera la cocina
una “cosa infinita”?
Ahora han inventado la
comida fusión, la cocina con fusión. ¡Si todas las cocinas del mundo son
fusión! Qué haríamos nosotros sin la cocina criolla, que está hecha de qué: de
elementos encontrados, de vivencias y culturas encontradas, de conceptos y
sabores encontrados, de productos encontrados: con lo español, con lo africano,
con lo nativo, con lo muisca. Entonces, fíjate el encanto que tiene la cocina y
por qué para mí es un mundo infinito.
¿Cuándo se definió usted por
la cocina? ¿Cuándo dijo: esto es lo que quiero hacer y no más?
Antes de la cocina fui
periodista. Comencé mi carrera periodística con Eduardo Lemaitre, que tenía el
periódico El Fígaro, en Cartagena. Me llegó a nombrar hasta jefe de redacción
del periódico. Yo tenía 18 - 20 años. Entonces tuve dos grandes amigos, que
eran Tito de Zubiría y Enrique Grau. Grau hacía las ilustraciones del
periódico. Con Tito, que había tenido ya su tragedia en Estados Unidos, en la
que quedó inválido, sacamos la página ‘Lunes literario’. Entonces, cuando me
vine para Bogotá, seguí colaborando en El Siglo. Me gustaba mucho la historia.
Me contaba que en Bogotá
descubrió el mundo de los restaurantes.
En aquel entonces conseguir
aquí en Bogotá un pedacito de pescado de mar era imposible. Había un señor
Jaramillo (la tradicional Pesquera Jaramillo), frente a la telefónica, a donde
todos los cartageneros iban a comprar el pescado. Aquí se conocía un poco el
capitán y otros pescaditos de río, pero no los del mar. Con el paso de los
años, a mi padre lo nombraron intendente de las islas de San Andrés y
Providencia, cuando el conflicto con el Perú. Entonces mamá nos embarcaba en
goletas, embarcaciones sin motor, que duraban tres o cuatro días, cuando había
viento favorable.
Y llegué a San Andrés, y
conocí una de las islas más prodigiosas del Caribe. Recuerdo aquellas nasas que
sacaban por la mañana los sanandresanos, con las langostas, con los pescados y
los cangrejos. Se comían unos pescados excelentes.
¿Cuánto duraron en San
Andrés?
Pasó lo siguiente: mi padre
estuvo casi dos años de intendente. Se enamoró allá y allá se quedó
(carcajada). Es que eran unas islas paradisiacas. El mar era tan lúcido que se
echaba una monedita y se veía cuando caía allá a la profundidad.
¿Cuál es su concepto de la
cocina?
Tengo un concepto muy
especial. Por un lado, que la cocina esencialmente es cultura. Y me gusta el
término cocina, como me gusta el término fogón, el término olla. La tal
gastronomía es una palabra que detesto porque tiene una connotación diferente.
A mí me gusta entonces
hablar de cocina. Y la cocina desde un punto de vista de cultura. Me parece que
fue Ortega y Gasset quien dijo que “cultura es lo que queda después de haber
olvidado todo”. Tú sabes por qué usamos cuchillo y tenedor, y lo usamos bien,
pero cómo nació, no lo sabemos.
Todo ese mundo es lo
que a mí me ha apasionado.
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